sábado, 29 de julio de 2017

Libro católico: Pensamientos de un protestante sobre la Iglesia católica y el protestantismo (Capítulo II).


PENSAMIENTOS DE UN PROTESTANTE SOBRE LA INVITACIÓN DIRIGIDA POR PIO IX A LOS CRISTIANOS DISIDENTES PARA RECONCILIARSE CON LA IGLESIA CATÓLICO-ROMANA.
 
Por: Rainaldo Baumstark.
Índice:



II.


¿Cuál es la vida religiosa de los evangélico-protestantes?

Esta es ciertamente una pregunta de la mayor importancia. Pues si bien sería poco conforme a derecho juzgar a una comunión cristiana por las acciones u omisiones accidentales de un miembro particular; sin embargo, tomada en general, es de rigurosa exactitud la sentencia de Jesucristo: “Por sus frutos los conoceréis”. 

Ante todo debo reconocer que existen círculos dentro del protestantismo en que los sentimientos religiosos están muy arraigados tanto en el individuo como en la sociedad. Y en ese caso no puede ciertamente negarse que las llamadas sectas por hallarse separadas de las iglesias del Estado o del país en que florecen, producen por lo común mejores resultados que sus hermanas las comuniones subvencionadas y protegidas por el Estado. Los prosélitos de las tales sectas se ven con frecuencia reducidos a sí mismo, sin poder dar libre expansión a la profundidad de sus sentimientos. En aras de este santo anhelo del corazón llegan muchas veces a sacrificarse privilegios, destinos, hasta la existencia civil y la amada tierra patria. Las ideas y sentimientos propios son entonces el todo; y si ese entusiasmo llega a degenerar en fanatismo, podrá culparse de ello al individuo, pero nunca será lícito negar profundo respeto a la intensidad del tal sentimiento. A esta clase pertenecen los luteranos, los cuales, con su serio examen de la Biblia, forman contraste con la fría indiferencia de la moderna iglesia que pone su fe al servicio de los Gobiernos.

Sea dicho además, para satisfacción del humano linaje, que en toda sociedad religiosa es siempre la mujer la que por su piedad se distingue, y perdónensele, en gracia de ese sentimiento, las cadenas con que sabe esclavizar al hombre. Verdad es que hay muchas excepciones, pero la regla general es esa.

Finalmente, es también indudable que en los pueblos rurales de todas las comuniones hay más fe, se conserva más viva la Religión, que en las ciudades. Y nótese que la población del campo constituye como el meollo de la sociedad. ¡Cuántos rústicos labriegos hay que en el hogar doméstico rodeados de mujer, hijos y demás familia, levantan su espíritu a Dios, dándole gracias desde el fondo del corazón por aquel pedazo de duro pan, ganado a fuerza de ingrato trabajo; al paso que en las ciudades vive el mayor número, o esclavizados por estúpida sed de goces, o devorados por lo menos de necia envidia a los que, más afortunados, derrochan y consumen los bienes que se les confiaran!

Hay, pues, que decirlo paladinamente y sin rebozo. En el centro de Europa, el pueblo de las ciudades perteneciente a las iglesias evangélico-protestantes reconocidas por el Estado es por lo general irreligioso. ¿Quién me contradecirá, si digo que millares de esos cristianos pasan largos años, como no les aflija especial desgracia, sin acordarse de Dios ni de la muerte? ¿si digo que con frecuencia de toda una iglesia llena de fieles allí congregados para oír la palabra de Dios, apenas si se pueden entresacar dos docenas que lleven a sus casas un pensamiento cristiano o una chispa de caridad? Y preguntadles por el objeto de sus creencias; no sabrán qué responderos. Han olvidado la infantil piedad de los años juveniles, y la gravedad de la vida, lejos de purificar y nutrir sus almas, no ha servido sino para echarlas a perder. Vense arrastrados por dos únicos sentimientos: el dinero y la ilustración; y esa ilustración es la ilustración de los periódicos, del teatro y de las tertulias. Educan a sus hijos con el fin de que hagan carrera, y a sus hijas para ser tenidos por buenos padres. Por falta de ocasión es fácil que no cometan ningún grave delito ni grandes pecados; pero pasan toda su vida sin salirse de la esfera ordinaria, en esfuerzos que a nada conducen. ¿Quién se levanta a contradecirme?

Y este estado de cosas debido es en gran parte a la iglesia evangélico-protestante, que no ha sabido conservar su carácter y prestigio. Todos podemos recordar lo que sucedió, diez años atrás, en cierto país en que se vivía arreglada y cristianamente, en que los enemigos de las ideas y sentimientos allí dominantes llevaban una vida trabajosa y eran con frecuencia perseguidos. Sopló un viento contrario en el gobierno del país; y entonces surgieron como por ensalmo individuos que, en parte pertenecientes antes al partido de ideas opuestas, se pusieron ahora a predicar el progreso, enemigo nato de la Iglesia y del Estado. Estos señores, sí, consiguieron un gran triunfo, lograron tener a su disposición dinero, destinos y honores; pero el clero evangélico-protestante del país –con pocas y honrosas excepciones- decayó de su primitivo estado. Hablóse ya entonces de muy distinta manera de la persona, vida y resurrección de Jesucristo, y en general de los dogmas fundamentales del Cristianismo. A ninguno de aquellos señores se le ocurrió declarar que era pagano en nombre de Dios; continuaron tan tranquilos, pendientes de los pechos que por ventura no los amamantaban ya con la leche de la piedad, pero que sí los engordaban con el vigoroso jugo de la vida terrestre: si no querían apacentar las ovejas, gustaban al menos de trasquilarlas.

No se me oculta que entre los protestantes del progreso se hallan personas muy respetables: yo mismo tuve en mi juventud por maestro de religión a un hombre de esas ideas, a quien sigo venerando con toda la piedad de un discípulo. Y en general respeto a todos los que, en circunstancias para ellos difíciles, hayan confesado sus convicciones, y también a los que de una convicción han pasado a otra. Pero ¿habré de respetar también a aquellos cuya fe depende únicamente del ministerio que rige los destinos del país? ¿Y podrá salir muy edificada una parroquia, a la que hoy se le predique el Hijo de Dios hecho hombre, y mañana, sin más ni más, el Jesús de Renan y Schenkel, inspirado por el mortífero hálito de la francmasonería? ¡Ojalá consideraran lo que significa educar al pueblo en este sentido los concienzudos entre los partidarios de esas ideas!

Conocía yo a un muchacho que se acercó lleno de un respetuoso y santo temor a hacer la primera comunión. Pero luego se dio tal dirección a su espíritu, que poco a poco fue desapareciendo de su alma todo rastro de fe, quedándole tan solo el recuerdo de la sentencia: “Quien come y bebe indignamente, come y bebe su propio juicio”. Con lo que por un resto de religiosidad tuvo que abstenerse de acudir al consuelo más santo de la Religión. –Y a otros muchos les pasa lo mismo; y no pocos se pierden irremisiblemente. Pues lo que la juventud ha menester, es sumisión a la autoridad tanto divina como humana; y a los jóvenes de nuestros días se les enseña ante todo a deificarse a sí mismo, y luego a tomarse todas las libertades. De semejante educación nacen los hombres irreligiosos; y semejante modo de educar la juventud no se encuentra bajo la infleucnia de ninguna iglesia sino de la evangélico-protestante. Muchos católicos hay con las mismas ideas e imbuidos en el mismo espíritu; pero su Iglesia no los reconoce como tales, y mucho menos los dirige por esos caminos.

Y así hemos llegado a un punto en que Lutero se levantaría de su sepulcro haciendo aspavientos si llegara a oír lo que en su nombre se predica; así hemos llegado a un punto en que una filosofía, abandonada por los mismos filósofos, es predicada al pueblo como religión por teólogos dilettanti de filosofía; así hemos llegado a un punto en que las personas de buen corazón y nobles sentimientos se separan con aversión de la Iglesia que debería servirles de espiritual madre; así hemos llegado además a un punto en que los hombres consecuentes del progreso van ya predicando con abierta audacia la humanidad sin Estado y sin Dios, como término final de sus aspiraciones y se ríen de los protestantes que queriendo ser cristianos no hallan medio de serlo; y así, en una palabra, hemos llegado a un punto en que nadie podrá fácilmente refutar mi aserto, si digo que: El protestantismo, como poder eclesiástico, ya ha muerto.

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