Los estudios serios sobre los inicios del cristianismo nos dan evidencia no solo de que la Septuaginta era la "Biblia" de los primeros cristianos, sino además nos dan indicios, conforme más se profundiza en el tema de la Iglesia cristiana naciente y su contexto histórico, para entender el por qué un grupo de judíos anticristianos asentados en Jamnia rechazaron ciertos libros contenidos en la Septuaginta.
La motivación no era, como se les ha hecho pensar a muchos evangélicos, que ese grupo judío pretendía salvaguardar la "verdadera" escritura sagrada que les había sido confiada a sus antecesores siglos antes, "limpiándola" y separándola de libros "no inspirados". En realidad, parece cada vez más factible que la verdadera motivación de aquel grupo judío era nada más y nada menos que combatir la creciente conversión de personas de este pueblo al cristianismo gracias al contenido profético de las escrituras que la Iglesia usaba y con las cuales demostraba que Jesús era aquél mesías verdadero anunciado por las Escrituras, al que su propio pueblo había dado muerte.
Que la principal motivación de los judíos de Jamnia era contrarrestar y oponerse al crecimiento del cristianismo es ya aceptado incluso por ciertos estudiosos protestantes, como el biblista y pastor Yattenciy Bonilla (ver: El pastor Yattenciy confirma que los católicos usamos el antiguo testamento de la Iglesia primitiva) o David Bercot, de quien presentaremos más adelante unas citas bastante reveladoras sobre este asunto.
¿Pero cual es esa profecía tan clara sobre Jesucristo en uno de los libros deuterocanónicos que tanto preocupaba a los judíos anticristianos que rechazaban radicalmente a Jesús como el mesías, y la cual no puede ser leída por nuestros hermanos protestantes en sus Biblias?
La profecía cristológica la encontramos en el Libro de la Sabiduría capítulo dos, versículos del doce al veinte:
«Pongamos trampas al justo que nos fastidia y se opone a nuestras acciones; nos echa en cara nuestros delitos y reprende nuestros pecados de juventud. Presume de conocer a Dios y se presenta como hijo del Señor. Es un reproche contra nuestras convicciones y su sola aparición nos resulta insoportable, pues lleva una vida distinta a los demás y va por caminos diferentes. Nos considera moneda falsa y nos evita como a apestados; celebra el destino de los justos y presume que Dios es su padre. Ya veremos si lleva razón, comprobando cual es su desenlace: pues si el justo es hijo de Dios, él lo rescatará y lo librará del poder de sus adversarios. Lo someteremos a humillaciones y torturas para conocer su temple y comprobar su entereza. Lo condenaremos a una muerte humillante, pues, según dice, Dios lo protegerá.» (Sab. 2, 12-20)
No por nada, David Bercot, un escritor protestante, reacciona así luego de citar los versículos anteriores en uno de sus libros:
«¡Ésta es una increíble profecía! ¡Con razón los escribas no querían que los judíos leyeran este libro! Y puesto que este libro formaba parte de la Septuaginta, ¿nos parece extraño que los líderes judíos rechazaran toda la Septuaginta también?
¿Quiénes fueron estos líderes judíos que efectivamente suprimieron el libro de Sabiduría y los otros libros de la Apócrifa del canon del Antiguo Testamento? Nadie, sino los hijos espirituales de los escribas y fariseos, a los cuales Jesús llamó “guías ciegos”, “necios”, “hipócritas”, “sepulcros blanqueados” e “hijos de los que mataron a los profetas” (Mateo 23, 13-31). Éstos fueron los mismos hombres que encarcelaron y mataron a los primeros cristianos.» ('Los primeros cristianos y sus escritos', cap. 13; David Bercot).
Más adelante, el mismo Bercot hace una reflexión contundente sobre el rechazo en el protestantismo a los libros deuterocanónicos de la Septuaginta:
«¿Te das cuenta de lo que hemos estado haciendo los protestantes? En la selección del canon y texto para nuestro Antiguo Testamento, hemos sido cómplices de los escribas y fariseos incrédulos, “la raza de víboras” contra nuestros fieles hermanos y hermanas de los dos primeros siglos. ¡Qué amarga ironía! ¡Tal vez somos nosotros los guías ciegos!» ('Los primeros cristianos y sus escritos', cap. 13; David Bercot).
Bercot en este punto no hace más que decir lo que siempre hemos dicho los católicos, a saber, que los judíos de la escuela de Jamnia no admitieron como canónicos esos libros porque revelaban profecías sobre Jesús, como ya lo había dicho San Agustín en el lejano siglo IV, cuando afirmaba que en algunos de esos libros, -particularmente en el de Sabiduría-, rechazados por los judíos del siglo I, se mostraba profetizada la pasión de Cristo de una manera bastante clara.
En este asunto del canon del antiguo testamento, los protestantes, aun sin saberlo, y aunque sus intenciones sean las mejores y más sinceras, al rechazar esos libros obedecen al criterio tomado por un grupo que luchaba por debilitar al cristianismo, quienes rechazaron Escrituras usadas y aceptadas por los primeros cristianos precisamente para desacreditar sus enseñanzas. Ya ni hablemos del absurdo en sí mismo que significa asumir que la Iglesia, como Cuerpo de Cristo que es, deba de acoger y someterse a las resoluciones tomadas por un grupo que era completamente ajeno (y contrario) al Cuerpo de Cristo. No deja de ser irónico que los hermanos separados no admitan la autoridad del Magisterio, y por tanto rechacen las resoluciones y la autoridad de los Concilios de la Iglesia, pero en cuanto al antiguo testamento acepten lo resuelto por un supuesto Concilio abiertamente anticristiano, ajeno y enemigo de la Iglesia.
Invitamos pues a los hermanos protestantes y evangélicos a profundizar en el tema y a abrirse sin temor a la lectura de los llamados "deuterocanónicos", acto que implica volver a las raíces mismas del cristianismo, pues, como hemos visto, y pueden confirmar en muchas fuentes serias de investigación, nuestros hermanos, los primeros cristianos, tenían estos libros, los leían y usaban como fuente para confirmar el mesianismo de Jesús.
Alfredo Rodríguez
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